
Siempre se acuerdan de los interinos para sustituir en
vacaciones, para cubrir bajas inesperadas, para coser el roto y zurcir el
descosido… A buen seguro hay una cláusula en sus contratos que incluye entre
sus funciones: “para lo que haga falta”.
La duración de su contrato es en muchos casos una incógnita
que depende de múltiples variables, entre las que se encuentra, por supuesto,
la dotación presupuestaria del Capítulo de personal.
Hay interinos que acumulan muchos años de experiencia como
tales. Tanto que se nos van haciendo mayores y nosotros también vamos creciendo
con ellos. Pero el tiempo que pasa no vuelve y ya no son tan jóvenes cuando se
van. Porque un día se van. Quién lo iba a decir, cuando todos estábamos
acostumbrados a verlos ahí, con su sonrisa y buen hacer, sin quejarse, haciendo
que parezca que no están, pero están. Vaya si están, y cómo se nota cuando ya
no están.
Cuando entran a trabajar tienen las más altas expectativas y
a su familia encantada de que hayan metido la cabeza en la Administración. Todos
ilusionados por la suerte que han tenido. Siempre se ha dicho que una vez que
se entra en la Administración, ya no se sale, pero eso sucedía en otros tiempos.
Ahora todo ha cambiado y el sueldo que cobra un interino un mes no se sabe si
volverá a cobrarlo el siguiente.
Quiero personalizar esta historia en un interino al que
llamaré Emiliano y que bien puede representar a muchos de los internos que han
pasado por la Administración en los últimos años. Recuerdo la gran disposición
de Emiliano desde el primer día que entró a trabajar. Recién titulado y ya
tenía su primer trabajo. Enseguida supo cómo encargarse de las tareas más
habituales y no mucho después de todas las demás. Sin darnos cuenta se
convirtió en lo más parecido a alguien imprescindible, si es que alguien lo es
en algún trabajo.
Derrochaba ilusión, dedicación, atención a sus compañeros y
a toda la gente que demandaba sus servicios… Todos estábamos encantados con él.
En fin, que él mismo creyó que había encontrado su sitio ideal para trabajar.
Cada tarde dedicaba muchas horas a preparar el temario que
supuestamente iba a formar parte de las pruebas que tendría que superar para
acceder a puestos similares al suyo de una forma definitiva.
Era raro el día que no explicara a sus compañeros cómo
aplicar conocimientos nuevos que iba adquiriendo a medida que avanzaba en el
estudio de la oposición que otros consideraban tediosa, larga y complicada,
pero que él veía apasionante porque le abriría en su día la puerta definitiva
de entrada a la Administración. “Quién iba a pensar que lo que estudias tendría
alguna aplicación en el trabajo”, le comentaban no sin chanza sus compañeros,
aunque en el fondo estaban encantados de saber que siempre estaba él para
solventar cualquier duda que a alguien le surgiera, aún en otros departamentos
distintos al suyo.
Alguien le explicó un día que este año no se había previsto publicar
ninguna convocatoria de oposiciones para su puesto ni para otros similares. Se
le entristeció el gesto porque esperaba la oportunidad de demostrar que era
capaz de superar las pruebas dada la preparación que ya tenía, pero al momento
recuperó su habitual ánimo y siguió trabajando, si cabe, con mayor dedicación
aún. De cualquier modo, pensó, mientras no se convocaran oposiciones seguiría
teniendo el privilegio de trabajar, y además en la que ya consideraba su
oficina, con el trabajo que conocía bien y al que tanto aportaba. Solo era
cuestión de tiempo el que volvieran a convocar las pruebas, al año siguiente.
Pero no se convocaron tampoco al siguiente año, y alguien
empezó a comentar que dada la situación de restricción de gasto en la
Administración, cualquier día empezarían a despedir a los interinos y hasta
iban a congelar los sueldos. Es una exageración, dijeron unos. Hasta ahí
podíamos llegar, dijeron otros. Pero Emiliano no dijo nada. Entendía que de
algún modo, con mayor o menor sueldo, antes o después le llegaría el momento de
superar la tan esperada oposición.
Pero no hubo tal, tampoco ese año. Tras la congelación
vinieron las rebajas de enero, también para los sueldos públicos, interinos
incluidos, y consecuentemente la temida reducción de plantillas.
Nadie sabe dónde, cómo ni cuándo se tomó la decisión, pero
lo cierto es que sin que nadie lo esperara, Emiliano recibió un día su carta de
preaviso. La notificación era un papel normal, de los que él estaba habituado a
tramitar, de los que con su membrete y su sello distinguía la procedencia, el
destinatario y el plazo. Ese plazo que era todo el tiempo que le quedaba para
dedicarse a la tarea que, quien lo iba a decir, ya llevaba varios años
desempeñando y que una vez pensó que era su
tarea. Suya, su puesto y su sitio. Pero no, no era cierto. Nadie le dijo que la
calidad en su labor, su especial esfuerzo, ese carisma que nadie como él tenía
en el trabajo, no puntuaba en ninguna oposición. ¿Cómo lo explicaría en casa? Fue
lo primero que le vino a la mente, porque le era muy difícil explicar por qué
de entre todos los gastos que había que eliminar, era precisamente su sueldo el
más prescindible. No es que creyera que su labor era más importante que la del
resto de sus compañeros, pero él mismo recordaba haber elaborado informes que
fueron muy reconocidos por sus jefes, en los que incluso proponía cambios que
optimizaban el funcionamiento del departamento, haciendo que con el mismo esfuerzo,
el resultado fuera mucho mejor que el acostumbrado y así poder abordar tareas
nuevas, controlar mejor las que ya se venían haciendo y liberar además tiempo
para que todo el mundo pudiera formarse.
Formarse. Eso había hecho él toda su vida desde que la
memoria le alcanzaba. Siempre se había esforzado en estudiar porque disfrutaba
de saber que cada día era más conocedor de las cosas, y más capaz de mejorar su
entorno con las competencias que iba adquiriendo. Pero ahora se preguntaba en
qué se había equivocado. Cuál era ese aspecto sutil que se le había pasado por
alto y que hacía que se encontrara en total fuera de juego sin esperarlo y sin
entenderlo.
Todo el mundo quiso despedirse de él el día que recogió sus
cosas y su mesa quedó vacía. Pero nadie sabía cómo hacerlo, porque todos
entendían que se había convertido en parte esencial de la organización y sin él
la oficina ya no volvería a ser la misma.
Escuchó palabras de ánimo, de que eran cosas de la crisis,
de que todo el mundo estaba afectado por los recortes, etc. etc. Pero él solo
escuchó lo que sabía que era lo más importante: cuál sería su próximo paso a
dar. ¿La oficina de empleo? Claro. Había mantenido activa su tarjeta de
demandante en mejora de empleo todo ese tiempo, porque de un modo u otro le
había permitido acudir a cursos de reciclaje relacionados con su especialidad.
Pero esta vez no acudiría para informarse sobre la formación a recibir, sino para
solicitar una prestación económica que le ayudaría económicamente mientras buscaba
un nuevo empleo.
Sí, encontraría un nuevo empleo, superando nuevas pruebas de
acceso, más entrevistas, buscando en la web, preguntando a los amigos, atento a
cualquier oportunidad y, por qué no, incluso pensó en crear su propio empleo.
Con los conocimientos y destrezas que ya había adquirido todo era posible. ¿Por
qué no? ¿Por qué no ahora? Con más edad que la que tenía cuando entró a
trabajar como interino en la Administración, pero también con más experiencia y
más capacidad. Porque se sentía capaz y se sabía útil. Solo era cuestión de
tiempo y de seguir esforzándose como siempre había hecho, como él sabía hacer.
El tiempo pasó y muchas cosas le sucedieron después a Emiliano
y a los que como él pasaron por la Administración ocupando temporalmente un puesto de trabajo. Pero
el resto de la historia solo puede contarla su protagonista. Eso le
corresponderá a Emiliano. Quizá la historia aún no puede contarse porque está aún
por suceder.